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Era una mañana normal en las islas. Bueno, normal, dentro de lo que cabe. No había mucho que hacer desde que, tras la orden del alcalde a todos los adultos y niños de la ciudad, se prohibiera visitar los pequeños islotes cercanos a la isla principal. Los más pequeños se habían quejado sin descanso, pero ante las órdenes de sus padres, nada podían hacer.
Kairi era una de esas niñas. Por supuesto, había recibido la misma prohibición, y sin amigos, ni nadie más, sólo podía pasear por la misma playa de siempre, por las mismas calles de siempre, y mirando las mismas caras de siempre. La vida, en pocos días, se había vuelto monótona y aburrida.
¿Era la hora de hacer algo o, por el contrario, la monotonía no estaba tan mal, al fin y al cabo?