—¿Otra vez te has peleado?
Para Max aquello era el inicio de una disputa de madre e hijo. El chico de quince años chasqueó la lengua y pasó del pequeño hall tras tirar su mochila al suelo al salón comedor, más amplio e iluminado. El muchacho presentaba el pelo sucio y con barro. Tenía enrojecida la cara del enfado acumulado y del par de puñetazos que momentos antes había recibido, a la entrada de su instituto. Se había hecho un par de heridas en la cara que todavía sangraban, una en la ceja y la otra en su mejilla izquierda. Su baja estatura siempre había sido objeto de burla por parte de los matones, y él tenía poca paciencia ante situaciones así.
—Comenzaron ellos —se excusó, esquivando sus ojos color café del sofá, donde podía intuir la delgada figura de su madre acomodada. El sonido de un teclado le hacía adivinar que estaría trabajando en algún caso con su portátil, como de costumbre.
—Ajá.
—Yo no hice nada —se apresuró a explicar el muchacho, quitándose el chándal sucio debido al calor que le estaba provocando. Fuera hacía bastante frío, como era habitual por finales de Noviembre, pero nada más poner un pie en el apartamento se había comenzado a sentir como una patata recién asada—. Sólo me defendí.
—Y “defender” era devolver los golpes —dejó caer la voz de su madre.
—¿Se te ocurre algún otro modo de defensa? —soltó sin pensárselo seriamente el joven. Estaba demasiado enfadado como para medir sus palabras ante su madre.
Escuchó entonces cómo cerraba el portátil y se levantaba de su asiento. No tardó en notar su presencia a su lado, la de una mujer de treintaidós años, alta e imponente.
—Déjame ver esas heridas —ordenó, cogiéndole de la cara dulcemente. Max quiso resistirse a dirigirle la mirada, pero finalmente se rindió y la miró a la cara. Su pelo era largo y liso, cayendo por su espalda. Sus ojos se combinaban con su pelo, como dos pozos oscuros y profundos que llegaban hasta su alma. Su piel, sin embargo, era pálida: muy pálida. Su rostro se podía considerar bello y único, y nadie, viendo su figura, diría a primera vista que era madre.
—No son nada —rechistó él en bajo.
—No digas tonterías. Estás sangrando —se apartó de su hijo y se dirigió al baño—. Voy a por el botiquín.
Max resopló y se tiró en el sofá. Quería mucho a su madre, pero sabía que, en cuanto le atendiera las heridas, se lanzaría sobre él con un descomunal sermón sobre las peleas. Tenía muy poca paciencia con los gilipollas que le acosaban en el instituto. Desde que se mudaron a España seis años antes, siempre surgía uno cuando estaba de menor humor. Tenía pocos amigos, y mucha gente aseguraba que se trataba de alguien muy introvertido.
No tardó en aparecer su madre, con desinfectante y un par de tiritas. Ella era su única familia. No tenía más hermanos, y Max jamás había conocido a su padre. Cuando preguntaba por él, ella siempre le contestaba, rotundamente, que no le hablaría de él. En parte hubiese deseado que evitara sus preguntas, porque sólo le ayudaba a frustrarse más de lo que normalmente estaba. Se sentía, en ocasiones, solo. Ella siempre le intentaba prestar toda la atención posible, pero entre sus faltas por su trabajo como fiscal y las comidas con superiores, se sentía un poco apartado.
—Esto no te va a doler —aseguró ella, acercando un poco de algodón con desinfectante a su ceja. No, no dolía. Escocía terriblemente.
Max observó su alrededor mientras su madre le desinfectaba la herida. No podía quejarse de su tren de vida: vivían en el centro de la ciudad, en un buen piso con dos habitaciones, un despacho, dos baños individuales, el salón, la cocina y el hall. El salón estaba amueblado con un amplio sofá en el ventanal al fondo, con unas cortinas doradas preciosas; una estantería llena de libros, la mayoría de derecho, guardados tras unas vidrieras; un televisor de plasma con un buen número de pulgadas; una mesa negra para comidas con invitados… Económicamente, era una pequeña familia que no podía quejarse.
—Ya está —anunció su madre, poniéndole una tirita en la mejilla. Max odiaba las tiritas, e hizo un ademán de arrancársela—. Si vas a quitártela, espera a mañana temprano. Ahora mismo deja que sangre.
—Gracias —susurró, bajando la cabeza
—Y ahora, volvamos al tema anterior. ¿Qué dijimos sobre las peleas?
—Mamá, estaban insultándome —se excusó él—. Yo les contesté y ellos se lanzaron a por mí. Tuve que defenderme.
—Qué curioso que siempre sean ellos los que empiezan.
—¡Mamá!
—Está bien, lo retiro —se disculpó ella, seria—. Pero lo que debes hacer es evitarles. Ignorarles. Si entras en sus peleas, estarás a su mismo nivel.
—No se pueden ignorar las peleas eternamente. Eso te convierte en un cobarde.
—No, te convierte en alguien sabio. No quiero que te veas envuelto en más peleas.
—¿Y tú qué? ¿También te peleabas porque empezaban ellos?
Ya está. Lo había dicho. Max se mordió la lengua, arrepentido ante aquellas palabras. Le había echado en cara algo que llevaba día rondándole por la cabeza, cuando debería habérselo callado y no decir absolutamente nada. Ahora, su madre parecía estar terriblemente callada y con la cabeza baja.
—De eso hace años —concluyó ella.
—Perdona, mamá —se disculpó él—. Sé que eran situaciones distintas. No pensaba en lo que decía.
—Vete a tu habitación.
Max se apresuró a obedecer a su madre. La había enfadado, y con suficientes motivos. La dejó allí, sentada en el sofá, callada, ensombrecida. Incluso notó, al salir de allí, que el ambiente del salón era mucho más apagado; las bombillas parecían haber bajado su potencia, dando un aspecto más sombrío al lugar.
Cerró la puerta con calma tras de sí y se tiró en la cama. Se despreocupó completamente por los ejercicios enviados del instituto: eran una lata y se sentía mal. Había mencionado el antiguo “trabajo” de su madre, un tabú en el interior de su casa.
Ella fue la Eterna Oscura. Un ídolo para muchos, incluso para él. Nunca se había dado cuenta, mientras era un niño, del peligro que suponía aquello. Lo había dejado todo para, según suponía, poder vivir una vida normal con él.
Recordar aquellos días pasados era muy doloroso para ella, por algún motivo. Se sentía mal por haberlos mencionado. Las normas de la casa estipulaban, claramente, que nunca se debía hablar de ello. Las había roto.
Max cogió un cómic de Man-Spider y comenzó a leerlo, intentando olvidar lo que acababa de hacer.
Siento tener que decirlo, pero acostumbraos a los capítulos cortos. La publicación en la revista da un límite de páginas a la semana, por lo que rara será la ocasión en la que veréis un capítulo de extensión normal, y menos largo. Pese a todo, uniré capítulos y añadiré episodios exclusivos para alargar la vida de la historia.
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[+] Nueva sección: Personajes.
[+] Diablo añadido a la sección Personajes.