Segunda & Tercera Parte
Guillermo de la Rosa volvió a echar un vistazo a su reloj de muñequera. Las cuatro de la tarde.
Sentado en la parte trasera de una limusina negra, esperaba a una mujer que jamás había visto antes. Junto a él se encontraba un hombre al que había recogido en el aeropuerto apenas una hora antes, un varón robusto, de estatura media y con cara de pocos amigos. No sabía mucho acerca de él, excepto que su origen debía ser oriental por sus ojos achinados y azules oscuros, y que el tipo era más frío que un témpano. Apenas le había dirigido un “buenas tardes” al entrar en el automóvil; el resto del tiempo se había dedicado a abrazar su maletín de cuero, negro y de aspecto lujoso. Rondaría los cincuenta años, a juzgar de su calva, y el poco pelo que le quedaba estaba débil y caído. Pese a ello, se resistía a las arrugas, que apenas habían aparecido por su cuerpo.
El desconocido vestía bien, con un traje italiano negro y corbata marrón oscura. No como él, que se había presentado para la ocasión con lo primero que había encontrado en su armario: unos pantalones blancos, su gabardina grisácea y una gorra de lana. No era el conjunto perfecto, pero a su edad poco le importaba: diecinueve años apenas cumplidos.
A Guillermo le gustaba su estilo. No, se gustaba a sí mismo, siendo directo. Era un joven muy atractivo, moreno, de pelo castaño clarito y ojos grises, casi blancos. Su pelo era corto, revoltoso, pero al ocultarlo bajo su gorra apenas se preocupaba por peinárselo. En su cuello portaba una cadena dorada que brillaba con la poca luz del sol que entraba por la ventanilla del coche, por donde observaba si la mujer salía del edificio.
La calle estaba bastante abarrotada de gente, siendo una de las principales de la ciudad: el Edificio de Justicia. Sólo con oír su nombre al muchacho le entraban escalofríos. No era un lugar muy alto, sólo tres pisos, y con un estilo barroco que lo embellecía notablemente. Estaba situado cerca del centro, y era considerado uno de los lugares emblemáticos de la ciudad, construido por un arquitecto famoso que había realizado obras que poco interesaban a Guillermo. Cualquier cosa relacionada con cultura, para él, era puro aburrimiento.
Y finalmente apareció la susodicha mujer.
Una mujer esbelta, pálida, de pelo negro y largo. El joven sacó de su bolsillo la foto que le habían dado y la observó: era ella, sin lugar a dudas. “Soiartze Aran”, ponía debajo de la imagen. Guillermo la guardó y abrió más la ventanilla para sacar la cabeza.
—Eh. Psst —intentaba llamar su atención, pero ella le ignoraba—. Guapa. Aquí.
Soiartze continuó caminando por la calle. Quizás no había sido del todo educado.
—¡La de negro! ¡Ven, tengo algo que contarte!
La mujer se alejaba con paso seguro. Guillermo volvió a meter la cabeza en la limusina e indicó al chófer que se acercara más a ella. Antes de volver a mirar el exterior, los ojos del joven se fijaron en los del hombre: le miraba con desaprobación, seriedad. Que se metiese en sus asuntos, llamaría la atención de la mujer a su propio modo.
—¡Guapa, escúchame! —pidió sacando la cabeza— Verás, vengo en nombre de…
—Piérdete. —contestó tajantemente ella. A Guillermo le costó recuperarse del impacto provocado por aquellas palabras, pero cuando lo hizo ya se estaba alejando. Indicó de nuevo al chófer que se acercara. En cuanto lo hizo, salió disparado del automóvil.
—¡No, en serio, escúchame! Sé quién eres, y tía, soy un gran admirador tuyo.
—¿Hacerme la pelota te hace feliz? —preguntó Soiartze enfadada cruzándose de brazos.
—¡Tronca, no te hago la pelota! Venga, métete en la limusina y vamos a ver a mi jefazo, ¿quieres?
La mujer le contestó con el gesto obsceno de levantarle el dedo central.
—Dile a tu jefe que no acepto sobornos. Ni amenazas.
Soiartze dirigió sus pasos hacia el paso de cebra cercano, pero Guillermo le cortó el paso.
—¡Joder, no te dirijas así a mí, que no te he hecho nada! —se enfadó el joven—. Que no tiene nada que ver con eso de que seas fiscal, en serio.
—Apártate o llamo a la policía.
—¡Pero que no he hecho nada! ¡Que sólo quiero que vengas conmigo! ¡Que no quiero nada más!
El joven cogió del brazo a Soiartze, impaciente. Ésta reaccionó rápidamente soltándose y agarrándole por el mismo brazo para hacerle una rápida llave que le levantó del suelo y le dejó tirado en él boca abajo, mientras que se apoyaba sobre sus brazos para retenerle.
—¡Te dije que me dejaras tranquila! —gritó ella.
Guillermo se quejó por lo bajo, humillado. Los transeúntes se habían reunido a su alrededor, viendo cómo le había dejado tirado en el suelo de ese modo.
—Yo no he hecho nada…
—¿Puede avisar a un policía, por favor? —pidió amablemente Soiartze a una mujer del público—. Este sujeto puede ser peligroso suelto.
—Puedes soltarle, Aran.
La mujer soltó a Guillermo al oír la voz. Éste, en cuanto pudo recuperarse, se despegó del suelo y dirigió la vista al otro lado de la limusina. El hombre que le acompañaba había salido de ésta y miraba atentamente a Soiartze.
—Gracias, tronco —le susurró casi inaudiblemente—. ¿Os conocíais?
El hombre simplemente afirmó con la cabeza, silencioso.
—Hacía tiempo que no te veía, Aran.
—Mucho, me temo… Desde el entierro de mi padre —contestó la mujer apartando la vista y llevándose una mano al cuello—. Y desde aquello han pasado ya once años…
—Veo que tu carácter no ha cambiado mucho —comentó el hombre, entre un reproche y una observación—. ¿Cómo se encuentra Max?
—Ha crecido. Ahora va al instituto.
—¿Podemos entrar en la limusina? —preguntó Guillermo, avergonzado—. La gente nos observa. Es incómodo.
El hombre lanzó una mirada al joven que le hizo sentir escalofríos.
—Aran, he venido porque hay un asunto por el cual he sido convocado un viejo amigo mío y de tu padre, y parece que te incumbe ligeramente. ¿Puedes acompañarnos, por favor?
—Que sea rápido, por favor —contestó ella, entrando la primera en la limusina. Guillermo se dispuso a entrar, pero el hombre le señaló con el dedo antes.
—En la próxima ocasión sea amable con la gente, joven —le recomendó—. Con esos modales no llegará muy lejos.
El individuo entró en el automóvil. Guillermo, frustrado, imitó su comentario con voz infantil y gestos tontos.
—“Con esos modales no llagará muy lejos, bla, bla, bla…” Idiota.
El muchacho entró en la limusina y cerró la puerta con fuerza, a la vez que el vehículo comenzaba a circular por la calle.
Kwan Eoleum observó a Aran una vez dentro del vehículo. Habían pasado once años y no en balde. Ella había cambiado completamente, pasando de ser aquella joven tímida, inexperta y sonriente a aquella mujer hecha y derecha, decidida y seria. Parecía más sombría, más distante y fría que antes. ¿Podrían haber influenciado sus oscuros poderes en ella? ¿O quizá tener que cuidar de Max en aquel mundo violento y desagradable?
Dejó de reflexionar sobre aquello en cuanto De la Rosa entró en la limusina, poniéndose ésta en marcha. Eoleum juntó los dedos de sus manos y clavó sus fríos ojos en la mujer, que se había sentado en el coche con los brazos cruzados.
—¿Y a quién vamos a ver? —preguntó ella—. ¿A Goya? ¿A Hitori, tal vez?
—No le conoces —aclaró Eoleum—. No pudo ir al entierro de tu padre.
—Si no acudió a su funeral, entonces no debían ser amigos —dedujo ella, apartando la cara hacia la ventanilla.
—No pudo, Aran —volvió a explicar Eoleum—. Tiene ciertos problemas legales con Estados Unidos. Es… Difícil de contar.
La mujer siguió observando la ventanilla, ignorándole. Entendía que siguiera algo enfadada con él tras el velatorio de su padre, tras lo cual habían cortado toda la comunicación posible. Pero si había vuelto era por ella, y antes o después tendría que darse cuenta.
—¿Y qué pinta éste —Aran dirigió una mirada rápida a De la Rosa— en todo esto?
—¡Un respeto, tía, que tengo nombre! Soy Guillermo de la Rosa.
—Es uno de los nuestros —comentó Eoleum. La mujer le dirigió una mirada llena de dudas.
—¿Un Eterno?
—Sí.
—¿Qué poder?
—Luz.
—Ya me parecía que era demasiado tonto.
—¡Eh! —se quejó Guillermo—. ¿De qué habláis? ¿De mis poderes?
—Igual explicártelo ahora te haría comprender más lo que has heredado, muchacho —comenzó Eoleum, colocándose mejor en el asiento y dirigiéndose hacia De la Rosa—. Bien, por lo que sé hace poco que descubriste tu título de Eterno.
—Hace poco es decir nada, viejo —señaló el muchacho—. Tres días. Desde que el loquero ése vino a hablarme de tonterías no he parado. ¿Hay cosas que explicar?
—¿Loquero? —preguntó Aran.
—Quien vamos a visitar es psicólogo —le reveló Eoleum, sin detenerse en más explicaciones—. Bien, tres días. ¿Pero desde cuándo puedes controlar esa luz?
—Yo diría que desde hace dos meses. Estaba trabajando en la plaza de Madrid cuando… Sin querer… Deslumbré a unos turistas y su dinero cayó en mi bolsillo. Accidentalmente.
—¡Tú eres el ladrón que estaba acosando tanto a la ciudad! —le acusó la mujer, histérica. Se levantó de su asiento dirigiéndose hacia el joven con su puño en alto, pero éste se apresuró a corregirse.
—¡Bueno, bueno, al principio no era mi intención robar! Yo sólo necesitaba dinero y… En fin… ¿Sabes cómo ayuda dejar temporalmente ciegos a tus víctimas para que nadie pueda acusarte? ¡Sólo aproveché mi don sin hacer daño a nadie!
—¿Que no haces daño a nadie? ¡Has dejado a gente en el hospital con ceguera temporal por una semana, idiota!
—¡Tranquilízate, Aran! —ordenó Eoleum.
La mujer ignoró al hombre. Enfurecida, cargó su puño con fuerza y lo dirigió hacia el ladronzuelo, sacudiendo su mejilla con fuerza. Preparó un segundo golpe, pero algo frío le tocó el hombro y la empujó hacia atrás. Algo muy frío.
Eoleum la observaba con seriedad mientras la sentaba de nuevo en su silla. Apartó su brillante mano, descolorida en ese momento, y se volvió a colocar en su sitio. Tanto frío debía dejar tranquila a la joven unos minutos.
—Gracias, tronco —suspiró De la Rosa, viéndose salvado de la mujer.
—Maldita sea —Aran chaqueó la lengua, debilitada—. Odio el frío.
—Este es mi poder, joven —explicó al muchacho—. El hielo. Por ello se me conoce como el Eterno Gélido.
—Entonces hay más poderes como los míos —recapituló el joven—. Y sus poseedores somos conocidos como “Eternos”.
—Pero no fueron creados para idiotas como tú —remarcó Aran—. Deberían ayudar a la justicia.
—No le hagas caso —señaló Eoleum—. Está obsesionada con el concepto de la “justicia”. Fue superheroína y ahora es fiscal, desperdiciando sus poderes.
—Seguro que los utilizo mejor que tú, Eoleum.
—Joven, voy a darte un consejo —dijo el hombre al muchacho—. Son tus poderes. Es tu vida. Tú decides qué hacer con ellos, cómo utilizarlos. Aquel que te los legara lo haría con una razón: y es tu decisión atender a dicha razón o ignorarla.
—¿Alguien me los legó?
—Los poderes Eternos pasan de generación en generación. A la muerte del anterior poseedor, la persona elegida por él los recibe. ¿No sabes quién pudo entregar los tuyos?
De la Rosa apartó la mirada, pensativo y triste.
—No sé quién habrá sido el idiota que me los habrá legado. ¿Seguro que me eligieron?
—Si no se elige un heredero, los poderes se desvanecen para siempre. Aunque se haga inconscientemente, hay que elegir a alguien.
—No, a mí nadie pudo elegirme. ¿A vosotros os eligieron?
Eoleum apartó la mirada. De la Rosa dirigió un vistazo a Aran, la cual le miró a los ojos fijamente.
—Mi padre me eligió a mí —contestó ella.
—¿Y a ti, vie…? —comenzó a preguntar el joven, pero la limusina se detuvo en ese momento, lo que le dio a Eoleum la ocasión perfecta para evitar la pregunta.
—Hemos llegado —señaló, bajándose del automóvil. Guillermo hizo lo mismo y ofreció una mano a Soiartze para ayudarla con su congelación parcial, la cual no rechazó.
—Esto no significa que haya olvidado tus fechorías, criminal —le dijo. El joven tragó saliva—. En cuanto tenga ocasión, te entregaré a la policía y me aseguro personalmente de que te caigan al menos diez años de prisión.
Guillermo se quedó quieto en su sitio mientras la mujer se alejaba lentamente de él. Lo poco que llevaba con ella no estaba siendo nada agradable.